sábado, 23 de febrero de 2008

María Elena Walsh

Infancia y bibliofobia

Sería oportuno preguntarse si alguna vez existieron niños lectores, y si al adulto le importa que contraigan tan impertinente vicio, a contramano del mundo en que vivimos.

El problema poco tiene que ver con los chicos. El problema consiste en que nuestra sociedad aborrece la cultura, y lo disimula aparentando reverencia por los intelectuales y la Feria del Libro.

El modesto gueto de los lectores sobrevive penosamente a las diversas agresiones que procuran su aniquilamiento. La agresión de las clases mandantes, que mantienen a oscuras a sus subordinados porque todo lector es un disidente en potencia. La de grupos que, de manera ancestral, desconfían del libro (o Código) y de la persona "leída" como causante de sus desdichas. El lema "Alpargatas sí, libros no" sigue vigente, sustituibles las honradas alpargatas por Adidas y botas. La frase sintetiza nuestra imbatible irracionalidad: siempre la opción, jamás la suma.

Además de estas enemistades, hay que enfrentar la peor: la artillería industrial que procura reemplazar el libro por cualquier bazofia impresa de venta fácil y compulsiva.

Los niños lectores fueron siempre un minúsculo reducto de "raris". No abundaban en la era pretelevisiva, casi diría que escaseaban más que hoy, cuando los estímulos abundan gracias a un natural progreso económico y social, y pese a él.

El niño lector, lamento decirlo, no puede surgir sino de una casa donde haya libros y se usen. No importa qué libros: recetarios, novelones, tratados, enciclopedias. Pero libros. Y que los mayores los devoren, manoseen, presten y comenten.

En otras épocas y latitudes, en toda casa había por lo menos uno: la Biblia, y solía leerse en familia. Con él bastaba y sobraba. Habrá quien diga que no es lectura para menores. En ese caso, que cambie a Sansón por el Increíble Hulk, y todos felices.

(...)El niño lector es un bicho raro, y a la familia nadie le enseña a cultivarlo sin aprensión. El pequeño corre el riesgo de ser alguien "feliz en palabras, por lo tanto desdichado en hechos" (Bachelard).

Primero Proust y luego Victoria Ocampo celebraron los recuerdos unidos a lugares de lectura: patios, jardines, espacios que, si hoy escasean, podrían ser reemplazados por ese segundo hogar de las bibliotecas ¡ay! ausentes como la paz del alma e indeseadas como la música clásica.

La lectura no da plata, no da prestigio, no es canjeable, no sirve para nada. Es una manera de vivir, y los que de esa manera vivimos querríamos inculcarla en el niño y contagiarla al prójimo, como buenos viciosos.

Nada quisimos ganar con la lectura, sino seguir leyendo. Sólo aspiramos a no morir antes de llegar al final de Los miserables. Por ese hábito perdimos trenes, empleos, novios, concursos, status, ascensos y días de sol.

Nos hicimos niños en La cabaña del Tío Tom y adolescentes con un implacable padre llamado Martínez Estrada, que nos enseñó que Dios no era argentino.

Preferimos el oprobio antes que abandonar a mitad de camino a la heredera de Washington Square o traicionar a Iván Karamazov. Nos hicimos mujeres con Simone de Beauvoir, y hombres enganchándonos en los barcos de Conrad.

Ahora, cuando intercambiamos en el gueto páginas y comentarios, con la secreta ansiedad de los conspiradores, somos felices, pero melancólicamente pocos. Querríamos que los niños nos acompañaran, emularan y compartieran esa dicha, esa fatalidad, ese desinterés.

¡Pobres grandotes zonzos y pobres niños de cabecitas reducidas!

De "Desventuras en el País-Jardín de Infantes"

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